Artículo publicado en la revista AIRES. Avances en Innovación e Investigación Educativa. Revista de Educación Secundaria, editada por la Universidad de Granada, en el número de Noviembre de 2017
La irrupción de insólitas imágenes en movimiento, proyectadas en antiguos salones de numerosas capitales europeas y norteamericanas, produjo un descomunal estupor en todos aquellos afortunados que tuvieron la oportunidad de verlas. Por fin, alguien había conseguido animar las grises fotografías que, hasta entonces, habían sido el único método con el que captar realidades materiales, tales como vistas de ciudades o cuadros familiares.
Ese alguien se personaliza en las figuras de los célebres hermanos Louis-Jean y Auguste Lumière, quienes fueron los responsables de la invención del primer cinematógrafo, patentado en 1895. Este aparato, movido mediante una manivela, servía para fijar imágenes en el negativo, a la vez que las positivaba y las proyectaba. Desafortunadamente, Louis y Auguste Lumière nunca se plantearon la posibilidad de que su cinematógrafo pudiera presentar aptitudes creativas y artísticas, si bien el artilugio ofrecía la opción de efectuar trucajes elementales en las imágenes registradas. Es más, el propio Louis afirmó que su invento “había sido hecho para registrar la vida, apoderarse de la naturaleza de lo vivo. Nada más. No puede ni debe tener otra función” (Bizzoni y Lamberti, 1997, p.12).
Sin embargo, para sorpresa de todos, las proyecciones de vistas filmadas por los hermanos Lumière se descubrieron como una inyección de emoción y sentimiento en los espectadores, quienes, durante las sesiones de cinematógrafo, huyeron atemorizados del tren que parecía atravesar la pared y rieron a carcajadas con la popular vista cómica del jardinero. De este modo, el miedo, la risa y el llanto entraron a formar parte del gran espectáculo que el cine llegaría a ser años más tarde.
No obstante, a pesar de tener en su naturaleza el poder de conmover al público y albergar vínculos evidentes con otras manifestaciones artísticas como el teatro y la pintura, la idea infundada de que el cine era un simple instrumento científico cuya única función era la de registrar la realidad objetiva fue un gran obstáculo para la superación de dicha concepción, dificultando enormemente su reivindicación como un medio artístico más.
El primero en elevar al cine a la categoría de arte fue el crítico y artista italiano, enmarcado dentro del movimiento futurista, Ricciotto Canudo en su famoso ensayo Manifiesto de las siete artes, el cual vio la luz en el año 1911 (Montiel, 1999). Ya el mismo título nos sitúa en el contexto de las corrientes vanguardistas más punteras del momento, dado que todas ellas redactaron encendidos manifiestos contra el conjunto de normas y valores preestablecidos en la sociedad.
Canudo, siguiendo la estela de numerosos compositores, músicos y artistas que, desde el Romanticismo, habían perseguido la llamada “obra de arte total” (Souriau, 1998), encumbra al cine como la síntesis final de todas las demás artes, alcanzando así aquella sinestesia tan anhelada por grandes personalidades como Richard Wagner o Alexander Scriabin.
Así fue como nació el término que, hoy en día, muchos de nosotros empleamos para aludir al fenómeno cinematográfico. Nos estamos refiriendo a la popular expresión que lo identifica como el séptimo arte, al que preceden la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía, la danza y la música.
Ahora bien, en estos primeros momentos en los que el género cinematográfico trataba de reivindicarse, no se llevó a cabo una legitimación del mismo mediante la defensa de sus propiedades particulares, sino que críticos e intelectuales limitaron sus alegatos a la simple comparación del cine con otras artes (Ortiz y Piqueras, 2003). Esto recuerda a la remota práctica del paragone (Cellini, 1989), habitual en los textos y tratados renacentistas, o a la antigua pugna entre pintores florentinos y venecianos por la primacía del dibujo o del color en el contexto de la Italia del Cinquecento (Dolce, 2010).
No obstante, las importantísimas aportaciones de Ricciotto Canudo influyeron enormemente en multitud de cineastas posteriores de la talla de Hans Richter o Serguéi Eisenstein, así como en notables teóricos y artistas como Dziga Vertov o Marinetti.
Con la evolución técnica de los aparatos de grabación y reproducción cinematográficos, se abrió un nuevo camino para la experimentación en el campo de la imagen, el cual propició la superación de aquel paragone inicial del cine con el resto de manifestaciones artísticas.
Bizzoni, F. y Lamberti, M. (1997). Palabras, poetas e imágenes de Italia, México: UNAM.
Cellini, B. (1989). Tratados de orfebrería, escultura, dibujo y arquitectura, Madrid: Ediciones Akal.
Dolce, L. (2010). Diálogo de la pintura, Madrid: Ediciones Akal.
Montiel, A. (1999). Teorías del cine. El reino de las sombras, Madrid: Editorial Montesinos.
Ortiz, A. y Piqueras, M.J. (2003). La pintura en el cine: cuestiones de representación visual, Barcelona: Editorial Paidós.
Souriau, E. (1998). Diccionario Akal de estética, Madrid: Ediciones Akal.
*Fragmento extraído del artículo Relaciones entre cine y enseñanza: una propuesta didáctica para la asignatura de Historia del Arte de 2º de bachillerato. El texto completo se puede encontrar en la página web de la revista.